OPINIÓN de Antonio Hermosa
Las personas, se sabe desde antiguo, son buena gente; basta con educarlas y para eso está la Iglesia; pero también las instituciones estatales y, antes de todas ellas, la “célula fundamental de toda sociedad”, el “lugar” donde inicia el ciclo educativo: “la familia, fundada sobre el matrimonio de un hombre con una mujer”. Por ello el papa concluye en plan papa: “En consecuencia, las políticas lesivas de la familia constituyen una amenaza para la dignidad humana y para el futuro mismo de la humanidad” (sic). ¿Algo que no se entienda?
Aunque intuyo que algunos de ustedes, por no decir sólo la inmensa mayoría, pueda pensar lo contrario una vez que asiste a sus gestos, sus maneritas y al tonillo de su voz, que no son precisamente los de Tarzán, el papa no es gay. Ni, por supuesto, lesbiana. Y, si me apuran, ni transexual ni hermafrodita siquiera. Ni tampoco Don Juan, faltaría más; y creo que, aun proponiéndoselo, no daría ni para lechuguino. De lo que en cambio no puede caber duda alguna es que papa sí es.
Vamos a ver. Un tipo que afirma que “el respeto de la persona [cursivas mías] debe estar en el centro de las instituciones y de las leyes, debe conducir al fin de toda violencia y prevenir el riesgo de que la obligada atención a las exigencias de los ciudadanos y la necesaria solidaridad social se transformen en simples instrumentos para la conservación o la conquista del poder”; un tipo, digo, que en su Salutación al Cuerpo Diplomático se expresa así, comprenderán que no pueda ser gay (ni neutro en cualquiera de sus manifestaciones, que son muchas y todas malas), pues eso significaría que los gais serían personas. ¿Y cómo puede tolerarse blasfemia tan grande?
Las personas, se sabe desde antiguo, son buena gente; basta con educarlas y para eso está la Iglesia; pero también las instituciones estatales y, antes de todas ellas, la “célula fundamental de toda sociedad”, el “lugar” donde inicia el ciclo educativo: “la familia, fundada sobre el matrimonio de un hombre con una mujer”. Por ello el papa concluye en plan papa: “En consecuencia, las políticas lesivas de la familia constituyen una amenaza para la dignidad humana y para el futuro mismo de la humanidad” (sic). ¿Algo que no se entienda?
Desde luego, en todo lo que sea materia de destrucción de la humanidad, y no sólo de su futuro, sino también de su pasado y su presente, pocas voces más autorizadas que la de la iglesia, dado que la experiencia –directa o por tercero interpuesto- es un grado, y aquí el propio papa nos da una cata de su saber al deshumanizar, o mejor, demonizar, a toda una categoría de individuos que no comulgan con sus ruedas de molino ideológicas. ¿Y por qué serán así de destructoras todas esas no-personas? ¿Por feas? No creo, porque, en fin, hay más de un Quasimodo eclesial pululando por ahí. ¿Porque votan al PP? Tengo para mí que no son los únicos. ¿Será quizá porque incumplen el precepto divino de unirse-para-reproducirse? De buen púlpito vendría la prédica, como diría un italiano, porque ahí la iglesia, según sus cuentas, es literalmente imbatible. ¿O será sólo porque existen? ¿Corregiremos semejante anomalía suprimiéndola?
Bueno, a decir verdad, la comparación con la iglesia no es justa, lo sé, pero se debe a que hace injusticia a los homosexuales. Entre ellos, aunque no sean personas según el jefe de aquélla, hay sin duda amor, así como el cortejo de pasiones que vive y alborota a su alrededor, como, cabe suponer, entre las personas que ven al papa y al resto de la manada que le sigue sin rechistar como seres normales. Sólo los ciegos, y nada ciega tanto como la ideología religiosa extrema, no advierten el respeto que se profesan entre sí o el afecto que dispensan a los demás, sin contar con el hecho de que son adultos que saben lo que hacen. ¿Qué decir aquí, en cambio, de las prácticas eclesiales, presentes por doquier esté presente la iglesia, de tiro al culo, en las que los blancos son siempre efebos menores de edad?
A este respecto, no sé cómo el papa ha desaprovechado la pintiparada oportunidad de la Salutación al Cuerpo Diplomático para, en lugar de volver a sermonear a Occidente I El Perverso por mantener el caprichito legal del aborto entre sus leyes -clara señal de su extravío-, no solicitar la inclusión de la práctica indicada del tiro al culo, deporte ejecutado en el seno de la iglesia con inusitado virtuosismo, entre las especialidades olímpicas ya desde los próximos Juegos de Londres; no me digan que, al menos en el momento del paseíllo, no les gustaría presenciar cómo un Estado tan diminuto, donde sólo caben la superstición, la cobardía, el cinismo y poco más, rivaliza con los demás y hasta multiplica el número de una delegación tan numerosa como la de China si acude a la cita con todos cuantos hayan alcanzado la marca mínima exigida.
Las crónicas que he ojeado del discurso, con todo, no terminaban ahí, sino que iban más allá, y con razón, aunque no todo lo más allá al que el mismo llegaba. Prescindamos de las cacareadas admoniciones papales a favor de la paz y de la libertad en el mundo, clonadas de un papa a otro y tiro porque me toca, cuya mera repetición es indicativa de los éxitos que obtienen o del respeto que merece su autoridad en la arena internacional; prescindamos incluso de cómo varía el contenido del mismo al mudar el contexto. Permaneciendo en el ámbito de la deshumanización del no creyente católico, hay un momento en el que aparece un nuevo personaje; hablando de la “libertad religiosa”, nos dice: “es característico de la misma tanto una dimensión individual, como, también, una dimensión colectiva y una dimensión institucional. Se trata del primero de los derechos humanos, por cuanto expresa la realidad más fundamental de la persona”.
O sea, que como cabe apreciar sin ambages, el papa no sólo no es gay, sino que tampoco es ateo. Ciertamente, habiendo creyentes –y no por su abundancia, sino por el mero hecho de creer, aunque fueran sólo dos- la libertad religiosa debe serles garantizada. Lo que ya entiendo menos es por qué tal derecho debe ser colocado el primero de la lista, habida cuenta de que en teoría (no hablo de la práctica porque ahí los cristianos se baten a sí mismos por goleada) también existimos aquéllos que creemos que ese derecho no “expresa” ninguna “realidad”, “fundamental” o no, de nuestras personas. A no ser, claro, que a los ateos –el blanco directo del anatema anterior- nos suceda como a los homosexuales y tampoco seamos personas. (En este punto del razonamiento, y sin querer hoy ir más lejos, me paro por un instante a imaginar en el gozo que deba ser la consideración papal de un no-persona a la vez ateo y homosexual: probablemente, el máximo de los orgasmos del mal, una filigrana de diablura con la que el propio demonio se regala el alma en los otros días del mes [porque, reconocerán, un demonio tan perverso sólo puede ser demonia]).
Esa demonización de su buena parte de la especie humana, en suma, condensa de manera trágica la otra y genuina cara de los grandes ideales de las libertades, los derechos y la paz en boca papal. No compartir una visión del mundo cavernaria y fantoche vuelve a sus titulares reos de inhumanidad a ojos del vicario de Cristo y eterno inquisidor. Lo único que nos queda por saber a los interesados es la solución final que propone al objeto de desinfectar la raza humana: si la cárcel o el exterminio.