OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
La casualidad
quiere que, en estos tiempos de luto y wert
para la educación española, es decir, para el futuro de España, un colega y
amigo colombiano me remita para su lectura crítica un texto suyo titulado Laicidad y justicia institucional. El caso
colombiano. Ahora que los Pirineos han vuelto a crecer de repente de la
mano de un partido cadáver que exuda gusanos de corrupción por todos sus poros,
al punto que merced a esa virtud suya un chantajista profesional puede tener de
rehén al gobierno de toda una nación; que un renovado oscurantismo para la
razón y una caníbal humillación religiosa para la democracia han retrogradado a
este país maldito hasta la más lóbrega cueva de su historia, vale la pena
sentirse nuevamente hijos de Terencio e intentar volver a respirar aire puro, a
sabiendas de que la existencia de modelos a seguir son por sí mismos fuelles
donde hallar fuerzas para renacer. Al fin y al cabo aún nos tienta mantener la
ficción de estar vivos; y cuando una clase política en almoneda, un partido
mayoritario cuyo lugar natural no es el poder, sino la cárcel, y una iglesia
cainita saturada de privilegios frente a los derechos comunes y con impunidad
frente al delito han hundido en el fango la política y el interés ciudadano por
ella, restaurar la confianza en las instituciones se convierte en paso
ineluctable para dejar atrás la anarquía de la desesperación.
¿Qué mensaje nos
envía Colombia en grado de hacernos querer vivir su esperanza? ¿De la mano de
quién viene? El prejuicio se obstina en seguir asociando en Europa el nombre de
ese país a la barbarie del narcotráfico o la guerrilla, a pobreza y atraso, a
niños expósitos, a placeres de alquiler, a amor artero, a romanticismo de
montaña, a sordidez de la vida, etc. Desde luego, no a libertad, a Estado de
Derecho, a democracia, porque en el mundo humano los efectos nunca desaparecen
con las causas. Y sin embargo, el que los profesionales del ramo consideran el
tribunal quizá más poderoso del mundo, más aún que la Corte Suprema
estadounidense, la Corte Constitucional colombiana, lleva años dando sin tregua
lecciones al respecto.
En efecto, desde
que se promulgó la Constitución de 1991 Colombia entró en una nueva etapa
democrática, y no sólo en lo tocante a las normas, sino también a los hechos, y
si bien la democracia no ha dejado de sufrir sobresaltos y tribulaciones,
provocados a veces por quienes debían defenderla, la Corte siempre salió en su
defensa y algunos de sus miembros pagaron con su vida el desafío. Una de las
consecuencias más visibles ha sido que la iglesia perdió sus privilegios y ha
sido obligada a entrar por la fuerza de la ley en el campo de la igualdad, sin
que su pretensión al monopolio de la verdad se haya traducido en prebendas
jurídicas, como en la pseudo-laica
España (quizá sea de interés indicar aquí que la propia Corte ha elaborado una
tipología de Estados, que va desde el confesional al ateo, y que en cinco
peldaños marca su relación con la religión; España aparece incluida en el
tercer nivel, junto a Italia, y si bien se indica que en ambos casos la
libertad de culto es total, no obstante aparece etiquetada como Estado de orientación confesional); su culto es
tutelado, como los otros, pero en las mismas condiciones que los demás, y sin
que el número de fieles, supuestamente mayor que el de otras confesiones,
conlleve peso jurídico alguno que se traduzca en una violación a su favor de la
igualdad: la fe es un hecho personal, al que se anexa un derecho subjetivo, que
no otorga poder sobre los demás.
Naturalmente, la
democracia colombiana, con la Corte al timón de la misma, no sólo ha desposeído
a la iglesia católica del pedestal público al que su ambición, contra toda
lógica y toda justicia, en complicidad con la prepotencia y la fuerza, la situó
durante gran parte de la violenta historia del país. El poder de la Corte ha
sido tal que –nos dice el amigo al que aludí en un principio, el profesor
Leonardo Jaramillo-, en realidad, ha terminado por tomar en sus manos parte del
desarrollo legislativo, es decir, por transformarse en otra especie de cámara
legislativa, y por desarrollar las normas constitucionales con arreglo al más
puro espíritu constitucional y democrático, trascendiendo de lejos su función
puramente arbitral.
He aquí, en las
palabras del profesor Jaramillo, una “muestra representativa” de los campos
donde ha intervenido la Corte con sus sentencia y de la dirección de las
mismas: “(…) decisiones sobre la objeción de conciencia frente al servicio
militar…, el ejercicio del libre desarrollo de la personalidad frente a otras
normativas como los manuales de los colegios…, la protección del derecho a la
igualdad ante casos de discriminación por sexo o raza, la regulación de los
salarios públicos, la interrupción voluntaria del embarazo, la despenalización
del consumo de dosis personal de droga, la permisión condicionada de la
eutanasia, la regulación del sistema de financiación pública de vivienda (UPAC),
la consideración del sector bancario como servicio público y el reconocimiento
de garantías constitucionales a minorías sexuales, raciales e indígena”.
Y también se han
emitido sentencias “sobre la autonomía de la Corte
para modular los efectos de sus providencias, la creación
jurisprudencial de derechos fundamentales (mínimo vital), la tutela contra
sentencias, la posibilidad de exigir derechos sociales mediante tutela, el
respeto de la justicia indígena con un núcleo mínimo de derechos, la obligatoriedad
de la doctrina constitucional y la declaratoria de estados de cosas
inconstitucionales en virtud de los cuales la Corte se ha incorporado en el
proceso de formación de las políticas públicas. En este sentido se han
proferido asimismo sentencias sobre la regulación financiera de los derechos
constitucionales, la disposición de fechas concretas
para unificar el seguro de salud, la fundamentación del derecho a la
salud como fundamental, la orden de actualizar
integralmente el Plan Obligatorio de Salud (POS) garantizando la participación
efectiva de la comunidad médica y los usuarios…”, etc.
Muchas de sus
sentencias, así como del papel que ha llegado a ocupar en la vida pública del
país, han levantado suspicacias y suscitado agrias polémicas con otros poderes
del Estado o con agentes sociales, y no sin razón, dada la acumulación fáctica
de poderes que comporta, y el peligro inmanente a la misma, y dado que el
árbitro, que siempre corre el riesgo de devenir parcial, lo intensifica cuando
además deviene legislador. Ejemplos
al respecto los constituyen el hecho de que al sancionar el respeto de la
justicia indígena se haya olvidado de reconocer el derecho del individuo
indígena a no reconocer su justicia, máxime allí donde esta contravenga los
preceptos constitucionales. O bien, en el campo de la libertad religiosa, que
haya preservado ocasionalmente la igualdad de las diversas confesiones a costa
del propio laicismo o de los ateos, como cuando las exonera del pago de
impuestos estatales o cuando financia con dinero público sus actividades. Aun
así, en este caso, al menos ha evitado añadir humillación a la injusticia, como
es en cambio el caso de la putita
política del gobierno español hace cuando trata de su chulo eclesial.
Otra
manifestación del poder de la Corte Colombiana, que deja atónito al observador
de la política latinoamericana, y sobre todo si previamente echó una mirada a
la Venezuela chavista, donde su homóloga era un simple megáfono de la voz de su
amo, se produjo con la sentencia que declaraba institucional el intento de
Uribe por renovar su mandato una segunda ocasión. La decisión de la Corte
previno que determinados hechos políticos constituyeran la palanca de
transformación de un mandatario constitucional en tirano: un tirano que,
escudándose en el poder de la opinión,
declaraba la voluntad popular por encima de los derechos humanos y demás normas
constitucionales, y que de haberse salido con la suya se habría convertido en
el Chávez de la otra orilla, demostrando que la tentación latinoamericana del
caudillismo es una semilla que no ceja por dar fruto. La sentencia, por lo
demás, no sólo acabó con el deseo y las aspiraciones de Uribe, sino al mismo
tiempo con el deseo y las aspiraciones de un sector ampliamente mayoritario de
la sociedad colombiana, lo cual habla por sí solo de la independencia de que
goza el máximo órgano judicial colombiano, y de la verdad proferida en su día
por el oráculo Montesquieu.
El mismo
Montesquieu nos dijo en otro lugar que “la obra maestra de la legislación
consiste en la sabia colocación del poder judicial”. Llevaba razón, pero no del
todo. La acción de la Corte Constitucional Colombiana demuestra que no todo es
cuestión de independencia, sino también de valor o, si se prefiere, que la
independencia se conquista en los hechos tras haberse otorgado desde las
normas. Y se requiere asimismo una firmeza en las convicciones democráticas de
quienes integran los órganos colegiados de la judicatura, no porque éstas
aboquen a una única interpretación de las normas, pero sí porque, aunque sean
varias, siempre sabrán que la relación de las creencias con la verdad no
interesa al derecho, y por tanto no son poder, y que la educación no es una
cuestión ideológica, sino de Estado. Quiero pensar que cuando el proyecto de
ley sea aprobado en el Parlamento para vergüenza del laicismo y de la
democracia española en su conjunto, la oposición recurrirá ese subproducto
legal ante el Tribunal Constitucional y que éste, con independencia de su
composición y del sesgo ideológico de sus miembros, seguirá el ejemplo de su
homóloga colombiana aun sin la necesidad de tenerlo presente. Uno, mientras
tanto, se dedicará a gozar de la santa envidia destilada en su mente por el
ejemplo colombiano.