OPINIÓN de Antonio Hermosa.- 29.07.13.
De momento Netanyahu ha aceptado el envite, lo que no es poco; no lo es por sí mismo, porque ese sí a conversar no sólo erradica la dogmática certeza del tradicional Niet que acompañaba la mención de la expresión mesa de negociaciones si referida a la paz, salvo en tiempos recientes, en los que se la declamaba retóricamente habida cuenta de la ristra de precondiciones interpuesta por la contraparte palestina para volver a ella. Tampoco lo es porque, con su aceptación, la pelota de la responsabilidad si se recae en la tradición del fracaso está ahora en el otro bando (en el que, ante la sofocante presión de Washington, Mahmud Abbas ya se ha apresurado a rebajar algunas, dejando otras, como la de la liberación de los presos palestinos, como baza con la que devolver la jugada a Netanyahu) e Israel saldría reforzado ante la opinión pública internacional en una situación idéntica a la actual.
La creencia de que el futuro está contenido en el pasado es propia de
un pensamiento determinista y a la historia, en cambio, prestidigitadora como
es, le gustan las sorpresas. Por eso, en demostración de que es un arte al que
lo posible pertenece por derecho, periódicamente resucita el cadáver de algún
fracaso al que la reiteración le llevó a la tumba con un imperativo Lázaro, levántate y anda; y por eso,
periódicamente también, juega al olvido con el pasado de personajes,
histriónicos a veces, devolviéndoles en el espejo una imagen en la que
ocasionalmente no reconocen al sujeto que ven.
Es así como, de repente, un problema enterrado por inacción, como el
de la paz en Palestina, vuelve desde su sepulcro a la arena internacional; o
como, al igual que en Venezuela puso a ex
Chávez ante la posibilidad de ser el nuevo Bolívar que tanto invocaba, bien
que luego se quedó en simple chávez,
ahora brinda al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, la oportunidad de hacer historia poniendo a su alcance la resolución
del mentado problema: a él, uno de sus más acérrimos enemigos entre los
políticos israelíes de los últimos tiempos. Confiemos aprenda de Rabin el
aprender a tiempo, y persiga emular el legado de aquél con una tenacidad par a
la de su valeroso mentor, y cuya
realización la usura del azar le arrebató. Por lo demás, con esta doble pirueta
ejercitada de un solo golpe la historia vuelve a demostrar la libertad
inmanente a la acción de sus protagonistas, los seres humanos, pese a la
religiosa renuncia que de ella hacemos a diario o a la frecuencia con la que
intereses espurios producen efectos similares a los de la resignación.
De momento Netanyahu ha aceptado el envite, lo que no es poco; no lo es por sí mismo, porque ese sí a conversar no sólo erradica la dogmática certeza del tradicional Niet que acompañaba la mención de la expresión mesa de negociaciones si referida a la paz, salvo en tiempos recientes, en los que se la declamaba retóricamente habida cuenta de la ristra de precondiciones interpuesta por la contraparte palestina para volver a ella. Tampoco lo es porque, con su aceptación, la pelota de la responsabilidad si se recae en la tradición del fracaso está ahora en el otro bando (en el que, ante la sofocante presión de Washington, Mahmud Abbas ya se ha apresurado a rebajar algunas, dejando otras, como la de la liberación de los presos palestinos, como baza con la que devolver la jugada a Netanyahu) e Israel saldría reforzado ante la opinión pública internacional en una situación idéntica a la actual.
Mas, sobre todo, el sí quiero
conversar de Netanyahu es importante porque, en función de cómo enfoque el
nuevo gobierno iraní su política exterior, si girando, como parece, hacia un
pragmatismo de cuya falta adoleció en la larga etapa anterior, o bien volviendo
por sus fueros nucleares, el posible ataque de Israel a Irán gozaría de un plus
de legitimidad ante la opinión pública mundial y determinadas potencias, no
sólo occidentales, si hay en curso negociaciones con los palestinos por apagar
el conflicto decano de la región.
Hay una razón más al menos por la que la reanudación de las
conversaciones constituye una decisión política mayor, esta vez de naturaleza
interna: su solo anuncio ya ha abierto una brecha en el gobierno israelí, una
amplia coalición en la que los partidos de la extrema derecha religiosa se han
desvinculado críticamente de la medida. Algo que, ciertamente, no puede no ser
saludado con regocijo, pues si cuenta con la oposición entusiasta del
extremismo ortodoxo y político milagroso será que no sea bueno, y si no que se
le pregunte a Alá.
Sólo que en esta ocasión, la posible defección y su consiguiente chantaje
de semejantes miserias antidemocráticas apenas hará mella en la capacidad de
Netanyahu para actuar, dado que cuenta con un extraordinario apoyo político y
social a favor de la paz y de los medios para obtenerla. Las declaraciones de
políticos de relieve de la oposición ya han hecho ostensible su apoyo; y en
cuanto a la sociedad, una encuesta del diario Haaretz llevada a cabo tras la declaración de John Kerry, el
Secretario de Estado estadounidense que ha logrado la aquiescencia de las
partes a acudir a la mesa, indica que más de la mitad de la población aprobaría
la medida si se la convocara a un referéndum al respecto.
Analizadas desde el contexto de Oriente Medio, las conversaciones
entre las partes del contencioso palestino, aun en el supuesto optimista de que
dieran lugar a negociaciones que finalizaran en un acuerdo entre aquéllas,
podría parecer que llegan demasiado tarde; que incluso ese inopinado éxito no
sería a la postre sino un ejercicio de narcisismo con el que la política, en
esta región ferozmente caótica del mundo, maquilla su impotencia. Porque, en
efecto, aún no es definible “el nombre”, que diría Homero, de la nueva realidad
que está surgiendo a partir de los escombros de la primavera árabe, y su
indeterminación, en una zona poblada de armas y fanáticos que las empuñan, y
enloquecida por una mística religiosa aún peor que las armas, solo añade
inestabilidad a la inestabilidad y miedo al resultado, transformando al feto en
un monstruo antes de ser siquiera conocido.
Cuando en países como Iraq o Siria –y de rebote en Líbano- la
violencia ha completado su obra de deshumanización merced a la oda a la muerte
que a diario se entona, y no deja más destino aparente que la guerra civil, la
fragmentación territorial y nuevos sujetos armados e incontrolados. Cuando
países como Túnez o Egipto caminan con paso firme hacia esa misma guerra por
medio, en el primer caso, de crímenes selectivos con los que se pretende
asesinar el Estado y la convivencia pacífica que debiera garantizar a través
del asesinato de personas; o, en el segundo, de la deposición mediante un golpe
de Estado de un gobierno que abjuró de los principios democráticos con los que
se había comprometido, demostrando por doquier su ineficacia y sectarismo, y
cambiando a la fuerza de dueño; o, en ambos casos, por la división en el
islamismo, incluso el radical, como en Egipto, y el enfrentamiento civil
surgido por los nuevos reagrupamientos sociales, que ya no admite compromisos
ni vuelta atrás. Cuando incluso en Gaza Hamás está perdiendo buena parte del
apoyo con el que ha dominado plácidamente durante años, y la inestabilidad no
sólo gana terreno, sino que se aproxima conforme lo gana al conflicto violento
entre las partes. Cuando el hasta hace poco modelo
turco ha devenido un problema en
la misma Turquía. O cuando, por no extenderme más, la brecha religiosa
histórica que desde siempre ha desgarrado al Islam entre chiís y suníes se
amplía a diario desde la política, enfrentando a Irán y satélites con Arabia
Saudí y los suyos, al punto de que los dirigentes de este nauseabundo régimen
llegaron a pedir a Obama la invasión del país de los ayatolás… Cuando todo eso
sucede, poco parecería importar ya ni la reanudación de las conversaciones en
Palestina ni el resultado de las mismas.
Empero, no me parece acertada esa manifestación de escepticismo. El
catálogo de problemas recién enumerado pone de relieve la falacia, de la que la
política de la zona se nutrió interesadamente durante décadas, de que sin
solución al contencioso palestino-israelí ninguna solución era posible en
Oriente Medio, lo que derivaba automáticamente en una crítica inmisericorde –y
no sólo por los países de la zona, sino por las cabecitas huecas de la legendaria izquierda europea, tan
democrática ella que merecería ser saudí– de la despectivamente denominada entidad sionista (ahora se ve que el
problema básico para la convivencia se llama Islam: la pasividad, la
intolerancia, la violencia, la corrupción, el subdesarrollo cultural que
promueve, la explotación económica que permite, la heteronomía individual que
fomenta, el bienestar y el hedonismo que evita o prohíbe, los despotismos que
genera; y que ese problema se agiganta con la política con la que las grandes
potencias, democráticas y no democráticas, manipulan la región). En cambio, las
negociaciones de las partes en conflicto que abocan a una solución consensuada
puede venir a dar razón a posteriori
a quienes pensaban así, aunque por lo contrario de lo que decían, instaurando
en la región el modelo político racional de la solución dialogada, es decir,
enalteciendo el poder de la palabra como la principal arma política
democrática, según nos dijera Hannah Arendt mirando a la Hélade, y fiando a la
política los recursos naturales que necesita para imponer su arte sobre la
religión y sobre las tiranías.
En suma: si una posible negociación entre palestinos e israelíes
acabara estableciendo la paz en Palestina, la solución a dicho contencioso
indicaría a los países circundantes la vía a seguir para resolver sus
problemas, y la paz en Palestina sería el medio fundante del establecimiento de
la paz en Oriente Medio. Y aunque el mérito se repartiría entre palestinos y
judíos, un Israel garante merced a su política de la estabilidad interna de los
países musulmanes (que tendrían, naturalmente, que dejar de profesarse
políticamente tales) y de la externa de la región sería en los tiempos modernos
la máxima venganza política a la que
han dado lugar las ironías de la historia.