Erdogan,
ciertamente, no es tan bueno como para haberlo hecho todo mal. Ni mucho menos.
En los inicios de sus once años de gobierno, y durante mucho tiempo después,
las noticias procedentes de Turquía impulsaban al optimismo incluso a los
descreídos de que una fe religiosa cualquiera,
pero sobre todo ésa, la musulmana,
pudiera recibir el sacramento
democrático. ¿El país en el que la geografía une Europa con Asia sería también
el país donde la historia uniría libertad e Islam? El escepticismo creció a duda
y la duda a tentación. Pero ahí, a las puertas del deseo y de la formación de
una nueva creencia, el viento de la modernización política comenzó a replegar
sus alas.
Erdogan tuvo la
fortuna política de irrumpir desde fuera
en un contexto de autoritarismo político envenenado por una corrupción ya sólo
comparable a la surgida durante sus mandatos. Pero supo aprovechar la ocasión y
reinstaurar un orden político que daba voz a una población muy mayoritaria
marginada y humillada por las élites kemalistas, que gestionaban la herencia
del fundador de la Turquía moderna desde sus dos instituciones enseña: el
ejército y la magistratura. Lo hizo mientras proseguía el deseo de Atatürk de
occidentalizar Turquía acercando su país a la Unión Europea, un sueño que para él no implicaba renunciar
a las señas de identidad islámica del país, y cuya realización requería
modificar leyes, inventar tradiciones, renovar opiniones, liberalizar
costumbres y desenquistar prejuicios.
E hizo todo eso
mientras enganchaba el vagón económico de su país a la locomotora del
desarrollo, aumentando el poder adquisitivo de millones de familias, cuyo
estatus pasaba de ahijados de la pobreza a miembros de una clase media
ampliada, elevando con ello la autoestima personal de las personas al tiempo
que su orgullo de ciudadanos turcos; cualidades ambas que se fortalecían al
constatar tanto el reconocimiento por la comunidad internacional del nuevo
estatuto adquirido por Turquía en cuanto potencia militar, como la irradiación
del prestigio del país a lo largo y ancho del mundo musulmán. Al tiempo atacaba
las bases históricas del poder kemalista, consolidando un mayor control civil
del ejército y legal del poder judicial; en los últimos tiempos, además, el
prestigio personal del titular del ejecutivo aumentaba al autorizar el inicio
de negociaciones con los kurdos y al diluir, si bien no de manera permanente,
la tensión con los armenios, los dos conflictos tabú que la historia ha legado
a la política turca, y solo nexo común, junto al nacionalismo, entre el Partido
de la Justicia y el Desarrollo de Erdogan y sus otrora enemigos internos.
Sería
precisamente el resplandor de la autoestima y el orgullo de los ciudadanos
turcos, al obnubilar la crítica racional, la baza de la que se serviría Erdogan
para ir disimulando el peligro inmediato o potencial de los diversos obstáculos
que iban apareciendo en escena, a saber: la preservación en el código penal de
delitos de conciencia, que comportaban la deificación de Turquía, vale decir:
el rebrote del nacionalismo; el nepotismo, la concentración del poder en el
ejecutivo, la personalización de la política, la subordinación del partido al
gobierno, la irrupción permanente, aunque como en sordina, de la musulmanía en la vida pública, el
desprecio de la oposición: elementos todos ellos constitutivos de un régimen;
y, en fin, la sólita dama de compañía del acaparamiento del poder y su
ejercicio casi monopolista, máxime en países sin tradición democrática: la
sumisión de la política a los negocios con la consecuencia de una corrupción
galopante. Por la actitud del primer ministro ante la conversión de los nuevos
problemas en conflictos diríase que él mismo fuera el primer cegado por el
resplandor de su éxito.
O eso, o, más
probablemente, un desalmado cinismo. Sea cual fuere el caso, la reacción a
todas luces extemporánea de Erdogan ante las protestas populares suscitadas por
el plan de convertir el Parque Gezi de Estambul en un centro comercial y,
recientemente, la causada por la dimisión de tres de sus ministros más próximos
debida a los escándalos de corrupción en los que se hallan envueltos familiares
de los mismos, incluido un hijo suyo, revelan la imagen de una persona que o
finge creerse sus propias mentiras o desconoce cuanto sucede a su alrededor; un
hombre para el que la divinidad es la deificación de su persona y que por tanto
ha perdido pie en la realidad. De ahí que haya recurrido al complot universal
en su explicación del mal que le rodea.
Todo, en efecto,
conspira en contra de Erdogan al decir de Erdogan: Israel (el sionismo, más en
concreto), Estados Unidos, los grupos de interés, Alemania, a través de la
Lufthansa, los medios, internet: todo está lleno de “traidores y de espías”; y
en ese todo, cierto, caben también los enemigos internos, incluso los internos-internos,
es decir, los de su mismo partido: ese grupo apiñado en torno al clérigo
islámico Gulen, que desde Estados Unidos ha concebido el acto demoníaco de
derrocar al nuevo preferido de Alá, el cual, dicho sea de paso, junto a su
profeta Mahoma, parece ser el único dejado fuera de la conspiración. Son los
acólitos del imán (quien pidió que el fuego de Alá cayera sobre las moradas de
los partidarios de Erdogan, y al que éste respondió diciendo que empujarían a
los suyos hasta el mismísimo infierno, pero, eso sí, hechos pedacitos: un
debate político de una altura desconocida, como habrá constatado el lector),
incrustados en la policía y en los tribunales los que habrían urdido el invento
de la corrupción del PKA y los que, puntualmente, fueron castigados por el
sultán in pectore con un cambio de
destino.
En coherencia con
tales reacciones se hallan sus consecuencias, las cuales ponen de manifiesto
cómo los rasgos del tirano se han ido superponiendo a los actos del político y
que, de seguir así, la megalomanía de Erdogan no vacilará en sacrificar la
democracia turca en el altar de su ambición. Su directa intromisión en la
esfera de la justicia humilla la separación constitucional de poderes; el
castigo de los presuntos culpables sin esperar a juicio delatan la existencia
de un amo en el derecho penal más allá de la norma y de quien debe aplicarla;
su apelación a castigos ejemplares ante una tropa de fieles es, sí, parte del
ritual caudillista, pero con él se está diciendo que cuando sea necesario, esto
es, cuando decida el caudillo, la política sustituirá a la ley. Y todo ello
cuando la justicia acumula pruebas acerca del vínculo de su partido con la
corrupción, los hechos hablan con su tozudez habitual, los testimonios de
algunos implicados lo acusan abiertamente pidiendo su dimisión y el sentido
común, pugnando por salir ileso en medio de esa marea de cinismo y
desvergüenza, apunta en la misma dirección que la justicia: factores todos que
dañan irreparablemente su credibilidad. Naturalmente, quien denuncia o critica
tamaña arbitrariedad ya conoce que su destino probable es la cárcel, pues no en
vano Turquía, por segundo año consecutivo, es el país con más periodistas en
prisión, según el informe anual del Committee
to Protect Journalists, con sede en Nueva York.
Erdogan y el PKA
hicieron de la honestidad su bandera electoral. La corrupción ha demostrado ser
más democrática y tolerante que ellos, pues los ha acogido
en su seno maternal con la misma generosidad que a los demás inquilinos del
poder –político y social-, sin importarles ni su historia, ni sus promesas, ni
su edad, ni su profesión de fe, baladronadas sin más todas ellas hoy. Es el
poder y no el Islam lo que les ha corrompido, es su ejercicio cuasi monopolista
y no sus creencias religiosas. Pero también es verdad que el Islam favorece la
corrupción con sus dogmas, tanto por las relaciones entre política y religión
que establece, por la represión de la sensibilidad que ejerce, por el ámbito
jurisdiccional en el que se aplica –la entera vida del creyente- y quizá más
aún por el vínculo político que establece entre los detentadores del poder y
sus destinatarios, que lejos de ser la abstracta de un gobernante con los
ciudadanos es la personal del jefe con sus subordinados, o mejor, la del pastor
con su grey, al menos en el caso de Erdogan. Esas masas que acuden raudas a su
cita, que escuchan arrobadas sus discursos poblados de resentimiento y
mentiras, y que acto seguido desnudan sus pechos para ofrecérselos como escudos
a su nuevo profeta; esas masas dispuestas a dar la vida por la de su caudillo,
que invitaban al pastor a proseguir con su amenaza a sus detractores sonriendo
mientras cuenta a sus futuros mártires, son la prueba viviente de que en el
Islam, como en las demás tradiciones autocráticas y liberticidas, no hace falta
corromperse para promover el autoritarismo (y, en otro contexto, la prueba
viviente de que cierta España está más cerca del Islam que de Inglaterra, por
poner un ejemplo).
Las elecciones
del próximo 30 de marzo revelarán si el cazador Erdogan ha sido cazado o si la
democracia en Turquía empieza a ser su más preciado trofeo de caza.
*Antonio Hermosa es profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla