OPINIÓN de Fernando de la Flor A.- Durante la década del fujimontesinismo, el país vivió una apariencia de legalidad. Todas las instituciones parecían, en las formas, funcionar de acuerdo a sus atribuciones. Insisto: parecían, pues la realidad era otra.
El parlamento, si bien dictaba leyes, también lo hacía para aparentar legalidad en algunas decisiones francamente antidemocráticas. La llamada ley de interpretación auténtica para la re - reelección de Fujimori es un indiscutible ejemplo de eso.
El Poder Judicial, igualmente, también cumplía sus funciones rutinarias, es decir, resolvía casos normales, pero se constituyó, conforme a la conveniencia del régimen, en un claro instrumento para amedrentar, presionar, cometer arbitrariedades. La decisión sobre el juzgamiento del denominado caso La Cantuta es una buena síntesis de ese mecanismo.
Pero la institución más maniatada, más distorsionada, más maquiavélicamente utilizada, siempre pretendiendo la apariencia de legalidad, fue el Ministerio Público, la Fiscalía de la Nación. Es probable que los pulpines (muchos de los cuales pudieran no haber nacido en esa época), no identifiquen el nombre de Blanca Nélida Colán. Fue la encarnación del servilismo al sistema de la apariencia de legalidad. Como titular de la llamada acción penal pública, promovía investigaciones, hacía denuncias, realizaba imputaciones, todas revestidas de aparente derecho, sin pruebas, o fabricándolas, siempre que se tratase de opositores al régimen.
Y como teórica guardiana de la legalidad en el país, esa Fiscal de la Nación exoneraba de todo cargo a los que estaban en el gobierno. El caso de la exoneración de toda responsabilidad a Vladimiro Montesinos, en el apogeo de su poder, luego de que se le encontrasen cuentas millonarias en los bancos sin poderlas justificar, pasará a los anales de la historia de la vergüenza de la magistratura.
Pues bien, estamos camino a cumplir dos décadas de ese momento infausto en la historia del país y de haber transitado por tres regímenes democráticos, y nuevamente el Ministerio Público, la Fiscalía de la Nación, se yergue como una entidad merecedora de una suprema vergüenza. No debe olvidarse que dicha institución es trascendental para asegurar el respeto de la ley y la sanción de quienes la infringen.
Resulta que quien tuviera la representación de dicha institución, quien ejerciera el cargo de Fiscal de la Nación, aun cuando había sido suspendido por repetidas inconductas, acaba de ser destituido, es decir, se le ha cesado en la función.
Lo que creo que debe destacarse del hecho, antes que el nombre de la persona involucrada (que finalmente resulta irrelevante), o las causas que hayan sustentado tan significativa como inédita decisión, es cómo ha sido posible que ese fenómeno suceda. Dicho de otra manera, desde que se creara la figura del Fiscal de la Nación el año 1981 – han pasado largos treinta y cuatro años – jamás se había producido un evento como el que hoy en día convoca nuestra sorpresa e indignación.
El objetivo análisis que debe hacerse, el minucioso examen que hay realizar, la sosegada evaluación que debe producirse es este: cómo ha sido posible, con la vigencia de un sistema democrático, con frenos y contrapesos en el ejercicio del poder, operando instituciones con responsabilidades y obligaciones legalmente establecidas, que alguien llegue a ocupar la más alta representación de la entidad llamada a ser guardián de la Constitución y la legalidad, para hacerse, luego, merecedor a su destitución en el cargo.
No se trata de reconocer solamente que el mecanismo de control posterior ha funcionado, como en efecto lo ha hecho el Consejo Nacional de la Magistratura, sino de preguntarse, analizar y responder cómo ha sido posible que el propio sistema haya quedado perforado de la manera que lo ha sido. Y añadir, también, una evaluación de las consecuencias de lo acontecido, o sea, hasta dónde las actuaciones de quien ahora está fuera del puesto pueden o no convalidarse, revisarse, archivarse o reactivarse.
La situación, incluso, da para más: si ahora se están procesando varias mafias que pareciera venían operando desde buen tiempo atrás, y la relación del Fiscal de la Nación destituido con tales mafias parece manifiesta, es legítimo suponer que hay muchas más instituciones comprometidas y, por consiguiente, más autoridades vinculadas (altas y más altas), como también todo pareciera acreditarlo.
La pregunta que hay que hacerse, entonces, en busca de una respuesta apropiada y oportuna, es cómo evitar que una suprema vergüenza como la sucedida vuelva a repetirse, cómo hacer para que un régimen democrático que se precie de ser tal, active sus propios mecanismos de control, ejerza sus responsabilidades sin más límite que el derecho y la ley, y merezca el reconocimiento y respeto de los ciudadanos.
Mucho me temo que si tales absoluciones no se producen pronto, con verosimilitud y buena dosis de autocrítica, el régimen de la apariencia de legalidad podría volver a establecerse en el país.
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