CALGARY, Canadá, (ACNUR/UNHCR) – En 1972, bajo órdenes del presidente Idi Amin, se obligó a todos los ugandeses de descendencia asiática a abandonar el país en un máximo de 90 días. Los padres de Sameena tenían claro que querían una infancia sin preocupaciones para ella y su hermano Naeem.
Expulsados de su casa en medio de tensiones crecientes, la joven familia estaba entre los 7.000 asiáticos-ugandeses que buscaban refugio –y una nueva vida- en Canadá.
Air Canadá envió aviones para evacuar a los refugiados; se fueron en el primero (y ampliamente publicitado) de los vuelos que salían de Uganda. Para Sameena fue la primera vez que montaba en avión, y recuerda que, tras aterrizar en Montreal y pasar por el control de las autoridades canadienses, comió comida india preparada por sus nuevos anfitriones.
“Nunca recuerdo mi casa como un lugar que no fuera feliz, positivo”
El registro gubernamental recoge la llegada de su padre, Mohamed Ali; su madre, Zarina; y de Naeem y Sameena. Trajeron con ellos siete maletas.
“Es gracioso lo que nos trajimos” dice Sameena. “Mi madre no sabía qué guardar en las maletas, así que nos trajimos cacerolas y vajilla. No sabes lo que vas a necesitar”.
En Uganda, sus padres trabajaban de profesores. Pero en Canadá sus titulaciones no estaban homologadas, por lo que aceptaban cualquier trabajo que encontraban. “Tuvo que ser difícil para ellos”, narra.
Sameena fue testigo de cómo, tras perder su hogar y ser reasentada en un país y una cultura extranjeros, sus padres intentaban mantener la apariencia de normalidad y orden en su nueva casa, enmascarando la incertidumbre que pendía sobre ellos.
De izquierda a derecha: Naeem, Sameena, Zarina y Mohamed Ali (© ACNUR/UNHCR/Annie Sakkab)
Un verano, decidió poner sus miras en estudiar medicina. “Nunca he pensado que debiera de esconder mi deseo de tener éxito y destacar” afirma. “Este país me ha dado la oportunidad de hacer lo que quería- todo lo que tenía que hacer era proponérmelo y trabajar por ello”.
Años después, habiendo terminado la licenciatura de medicina, Sameena se mudó al oeste, a Calgary, y conoció a su futuro marido, Shemaz. Como ella, también había huido de Uganda de niño y hallado refugio en Canadá. Compraron juntos una casa “para toda la vida”, donde criaron a dos niños.
Poco después, los demás miembros de la familia Merchant siguieron sus pasos; sus padres viven ahora en la misma calle, más arriba. Por su parte, la familia de Naeem vive a poca distancia en coche. La casa de Sameena se ha convertido en el punto de encuentro donde se reúnen las tres generaciones para celebrar ruidosas comidas los fines de semana.
Al tiempo que la vida personal que se había construido florecía, la profesional iba por el mismo camino. Su consulta de medicina familiar, en activo casi tres décadas, ha tenido un sólido impacto en la comunidad de Calgary, valiéndole una nominación al premio al Médico de Familia del Año en Alberta.
“Como médico de familia, eres testigo de la vida de la gente”, cuenta Sameena, “Me siento privilegiada de haber sido capaz de marcar una diferencia”. Es satisfactorio, añade, cuando ves que los pacientes que conociste como niños se convierten más tarde en padres.
Con una ternura derivada del amor y de la práctica de la medicina, Sameena guía en su casa a su padre hacia su silla favorita. Con los años, el glaucoma le ha robado la vista vista, haciendo difícil que continúe pintando sus cuadros de acuarelas. Su madre calienta maíz al curry con salsa de cacahuete- recetas de su vida anterior en Uganda. Los nietos corren a su alrededor. “Ahora pienso como una madre, y me doy cuenta realmente de lo mucho que hicieron” dice.
Es ahora, después de lo que sus padres hicieron para protegerlos del miedo, cuando Sameena y su hermano cuidan de ellos, ayudándoles a disfrutar de la vida –y del hogar- que construyeron juntos.
“Si alguien me preguntara quiénes son mis héroes, diría que mis padres” concluye Sameena.